Los hombres de hoy no sabemos qué hacer con la muerte. A veces, lo único
que se nos ocurre es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese
triste suceso, cumplir los trámites religiosos o civiles necesarios y volver de
nuevo a nuestra vida cotidiana.
Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares
arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa
muerte que nos arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué actitud adoptar ante
el esposo querido que nos dice su último adiós? ¿Que hacer ante el vacío que
van dejando en nuestra vida tantos amigos y amigas?
La muerte es una puerta que traspasa cada persona en solitario. Una vez
cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. No sabemos qué ha sido
de él. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde ahora en el misterio
insondable de Dios. ¿Cómo relacionarnos con él?
Los seguidores de Jesús no nos limitamos a asistir pasivamente al hecho de
la muerte. Confiando en Cristo resucitado, lo acompañamos con amor y con
nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la liturgia cristiana
por los difuntos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En su centro solo
una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad, confiamos la vida de
nuestro ser querido”
¿Qué sentido pueden tener hoy entre nosotros esos funerales en los que nos
reunimos personas de diferente sensibilidad ante el misterio de la muerte? ¿Qué
podemos hacer juntos: creyentes, menos creyentes, poco creyentes y también
increyentes?
A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho
más críticos, pero también más frágiles y vulnerables; somos más incrédulos,
pero también más inseguros. No nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer.
Vivimos llenos de dudas e incertidumbres, pero no sabemos encontrar una
esperanza.
A veces, suelo invitar a quienes asisten a un funeral a hacer algo que
todos podemos hacer, cada uno desde su pequeña fe. Decirle desde dentro a
nuestro ser querido unas palabras que expresen nuestro amor a él y nuestra
invocación humilde a Dios:
“Te seguimos queriendo, pero ya no sabemos cómo encontrarnos contigo ni qué
hacer por ti. Nuestra fe es débil y no sabemos rezar bien. Pero te confiamos al
amor de Dios, te dejamos en sus manos. Ese amor de Dios es hoy para ti un lugar
más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer. Disfruta de la vida
plena. Dios te quiere como nosotros no te hemos sabido querer. Un día nos
volveremos a ver”. (Pagola)