Se dice que
los cristianos de hoy vibramos menos ante la figura de María que los creyentes
de otras épocas. Quizás somos víctimas inconscientes de muchos recelos y
sospechas ante deformaciones habidas en la piedad mariana.
A veces, se
había insistido de manera excesivamente unilateral en la función protectora de
María, la Madre que ampara a sus hijos e hijas de todos los males, sin
convertirlos a una vida más evangélica.
Otras veces,
algunos tipos de devoción mariana no han sabido exaltar a María como madre sin
crear una dependencia insana de una «madre idealizada» y fomentar una inmadurez
y un infantilismo religioso.
Quizás, esta
misma idealización de María como «la mujer única» ha podido alimentar un cierto
menosprecio a la mujer real y ser un refuerzo más del dominio masculino. Al
menos, no deberíamos desatender ligeramente estos reproches que, desde frentes
diversos, se nos hace a los católicos.
Pero sería
lamentable que empobreciéramos nuestra vida religiosa olvidando el regalo que
María puede significar para los creyentes.
Una piedad
mariana bien entendida no encierra a nadie en el infantilismo, sino que asegura
en nuestra vida de fe la presencia enriquecedora de lo femenino. El mismo Dios
ha querido encarnarse en el seno de una mujer. Desde entonces, podemos decir
que «lo femenino es camino hacia Dios y de Dios» (L. Boff).
La humanidad
necesita siempre de esa riqueza que asociamos a lo femenino porque, aunque
también se da en el varón, se condensa de manera especial en la mujer:
intimidad, acogida, solicitud, cariño, ternura, entrega al misterio, gestación,
donación de vida.
Siempre que
marginamos a María de nuestra vida, empobrecemos nuestra fe. Y siempre que
despreciamos lo femenino, nos cerramos a cauces posibles de acercamiento a ese
Dios que se nos ha ofrecido en los brazos de una madre.
Comenzamos
el año celebrando la fiesta de Santa María, Madre de Dios. Su fidelidad y
entrega a la Palabra de Dios, su identificación con los pequeños, su adhesión a
las opciones de su hijo Jesús, su presencia servidora en la Iglesia naciente y,
antes que nada, su servicio de Madre del Salvador hacen de ella la Madre de
nuestra fe y de nuestra esperanza.
José Antonio
Pagola