En medio del bosque se alza un árbol
gigantesco, el más magnífico en muchos kilómetros a la redonda. Un día las
raíces le dijeron al árbol:
-
Es un hecho que todo el que te ve admira tu
majestad y tu belleza. Tienes las hojas más lustrosas, las más hermosas flores y los frutos más dulces de
todos los árboles del bosque. Con razón encomian tu esplendor, porque eres el más grande de todos los árboles. Pero, ¿no has pensado nunca
en nosotras, tus raíces? Aunque nadie nos ve ni nos alaba, nosotras te
damos la fuerza para que mantengas la cabeza
erguida por encima de todos los árboles compañeros tuyos. Nosotros carecemos de forma y de
belleza, sin embargo somos responsables de tu magnificencia. No poseemos ningún
perfume propio, pero te procuramos la
fragancia que exhalan tus polícromas flores. Aunque parecemos estériles, te
proporcionamos la savia que produce tus
abundantes frutos. En otras palabras, todo lo que eres es nuestro, querido árbol, porque un árbol es bueno en la medida en que lo son sus raíces.
Aquí terció
el suelo:
-
Querido árbol y queridas raíces, ¿no os
percatáis de que es el suelo – el menos conocido y alabado – el que en realidad
os da todo lo que tenéis y hace que seáis lo que sois? Sin mí no habría árbol
ni raíces. Yo os sostengo a ambos con mis amorosos brazos. En mis abrazos
encontráis alimento seguridad y fuerza.
Yo soy el único que os mantiene firmes.
Os doy agua y vitalidad. Todos vosotros, raíces, tronco, ramas, hoj
as, flores y frutos, habéis nacido de mi. Todo lo que sois me debe su calidad a mí, el suelo”
¡Cuánta verdad! De ordinario nos quedamos
en las apariencias, en lo que se ve, pero no nos detenemos en lo que hay
detrás, tanto de las personas como de las cosas.
Yo esto quisiera aplicarlo hoy a
la familia, a las personas y por qué no a la Iglesia. En la Iglesia lo más
importante no es lo que se ve, sino lo que hay detrás como la acción de Dios y
del Espíritu Santo