El episodio de la
intervención de Jesús en el templo de Jerusalén ha sido recogido por los cuatro
evangelios. Es Juan quien describe su reacción de manera más gráfica: con un
látigo Jesús expulsa del recinto sagrado a los animales que se están vendiendo
para ser sacrificados, vuelca las mesas de los cambistas y echa por tierra sus
monedas. De sus labios sale un grito: “No convirtáis en un mercado la casa
de mi Padre”.
Este gesto fue el que
desencadenó su detención y rápida ejecución. Atacar el templo era atacar el
corazón del pueblo judío: el centro de su vida religiosa, social y económica.
El templo era intocable. Allí habitaba el Dios de Israel. Jesús, sin embargo,
se siente un extraño en aquel lugar: aquel templo no es la casa de su Padre
sino un mercado.
A veces, se ha visto
en esta intervención de Jesús su esfuerzo por “purificar” una religión
demasiado primitiva, para sustituirla por un culto más digno y unos ritos menos
sangrientos. Sin embargo, su gesto profético tiene un contenido más radical:
Dios no puede ser el encubridor de una religión en la que cada uno busca su
propio interés. Jesús no puede ver allí esa “familia de Dios” que ha comenzado
a formar con sus primeros discípulos y discípulas.
En aquel templo,
nadie se acuerda de los campesinos pobres y desnutridos que ha dejado en las
aldeas de Galilea. (Pagola)